
Gracias a la presión internacional y a la lucha incansable de mi esposa, Berta Valle, el 9 de febrero de 2023 recuperé la libertad junto a 221 presos políticos. Pero nuestra liberación tuvo un alto costo: fuimos desterrados, despojados de nuestra nacionalidad y de nuestros bienes. Pasamos de ser ciudadanos libres a exiliados apátridas. Aun así, fuimos los afortunados. Decenas de nicaragüenses siguen presos por motivos de conciencia, y el régimen de Ortega continúa utilizando el encarcelamiento arbitrario como arma de represión.
Casos como el de la periodista Fabiola Tercero, detenida tras denunciar un allanamiento y desde entonces incomunicada, nos recuerdan que las dictaduras no liberan por voluntad, sino por presión. Por ello, la presión internacional no puede cesar. No debemos normalizar jamás la existencia de presos políticos.
Mi caso no es único. La prisión política existe hoy en al menos 78 países. Según investigaciones que dirijo en la Universidad de Virginia, hay más de un millón de presos políticos en el mundo. Desde dictaduras consolidadas hasta democracias en retroceso, hombres y mujeres permanecen tras las rejas únicamente por expresar sus ideas o exigir libertad.
La solidaridad internacional con ellos no es solo un imperativo moral, sino también estratégico. Cuando una dictadura encarcela a quienes la critican, busca decapitar a la oposición y sembrar miedo. Liberar a los presos políticos no es solo hacer justicia, sino devolverle a la sociedad a sus líderes democráticos. Ningún movimiento por la libertad puede avanzar con sus dirigentes encarcelados.
Como dijo el Nobel chino Liu Xiaobo: “el primer paso hacia la libertad suele ser un paso hacia la prisión”. Muchos hemos dado ese paso. Asegurémonos de que no sea un callejón sin salida, sino el inicio de una transición democrática.
La tragedia que vivimos en Nicaragua se repite en otros países. En Cuba, más de mil personas siguen encarceladas tras exigir cambios; en Venezuela, cientos de opositores y militares disidentes permanecen detenidos; en Bolivia, figuras como Luis Fernando Camacho o Jeanine Áñez están presas por razones políticas. También en Irán, Rusia o Myanmar, miles de voces libres han sido silenciadas con prisión.
En todos estos casos, los presos de conciencia sufren condiciones brutales: aislamiento, golpizas, tortura, trabajos forzados y abuso sexual. Pero no solo ellos cargan con el castigo. Sus familias también sufren. Los regímenes autoritarios persiguen a sus seres queridos, les quitan el empleo, los vigilan, castigan a sus hijos y los arrastran a la ruina económica. Es una forma cruel de castigo colectivo para infundir temor.
Por eso, nuestro deber es redoblar el apoyo moral y material a los presos políticos y sus familias. Una carta, una campaña, una ayuda económica puede aliviar la carga que soportan. Si como sociedad reducimos el costo impuesto por la dictadura, más personas se animarán a alzar la voz. Y si protegemos a quienes se atreven, debilitamos la principal arma del autoritarismo: el terror.
El olvido es la mayor pesadilla de un preso político. No permitamos que los tiranos tengan ese triunfo.
La causa de los presos políticos no es solo una cuestión moral. También es estratégica para el futuro de la democracia. Si aceptamos que encarcelar opositores es normal, estaremos entregando terreno vital a la autocracia. Pero si mantenemos la presión, funciona. Mi propia liberación es prueba de ello.
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