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La economía del bienestar no es un lujo, es infraestructura

Los gobiernos invierten en carreteras, puentes y telecomunicaciones con la lógica de que, al mejorar la conectividad y la movilidad, se estimula el crecimiento. ¿Pero qué pasa con la infraestructura del cuerpo y la mente? Una red pública de salud mental accesible, un entorno urbano que favorezca la movilidad activa, políticas que incentiven la alimentación saludable y una economía que no castigue el descanso —todo eso también genera crecimiento. No sólo económico, sino humano.

La Organización Mundial de la Salud estima que por cada dólar invertido en atención a la salud mental, se recuperan cuatro en productividad. La OCDE ya habla abiertamente del “well-being budgeting” como un marco de evaluación presupuestaria. Y sin embargo, en muchos países latinoamericanos, el gasto público en estos rubros sigue relegado a categorías de “asistencia”, cuando en realidad son palancas de competitividad.

Lo mismo ocurre en el sector privado. Aún se invierte más en maquinaría que en la salud integral de los equipos de trabajo, sin reconocer que el bienestar no es sólo un programa de beneficios, sino una herramienta estratégica para atraer y retener talento en un mundo donde el burnout y la fatiga digital son las nuevas epidemias invisibles.

Invertir en bienestar no es una moda de Silicon Valley ni una estrategia de marketing emocional. Es reconocer que el capital humano —nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestras emociones— también necesita mantenimiento. Y si no lo hacemos desde las políticas públicas y las estrategias corporativas, el costo no será sólo individual: será macroeconómico.



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