
Para no confundirlos, mis queridos lectores, debo explicarme mejor. Por más que lo diga en su exposición de motivos, la reforma que recién entró en vigor no sepulta la de 2013 (muy mal llamada “neoliberal”), como tampoco es expropiatoria. Digamos, pues, que este pastelito legislativo de casi 1,000 hojas tiene varios ingredientes que, en su conjunto, son difíciles de digerir: dos empresas estatales dominantes, actividades privadas acotadas, alianza entre unas y otras, cocinado a altas temperaturas de control estatal.
En suma, esta reforma es más abierta que la de Calderón pero menos que la de 2013. Así, si la calificamos por su grado de inclusión de la inversión privada, le daríamos un 7.5 que, si bien no es una calificación reprobatoria, tampoco llega a ser propiamente buena. Les diré que, en mis casi 40 años de actividad docente, el 7.5 es una nota que ha irritado mucho a mis alumnos. Al recibirla, invariablemente me piden que les suba al 8. Vamos, ¿qué tanto es media décima? Mi respuesta es que, si media décima es negligible, con gusto les puedo bajar a 7, que es un número más fuerte kabalístico y que denota claramente una labor mediocre. Ante esa respuesta, he visto berrinches, lágrimas y semblantes lívidos. Y siempre se tragan el sapo del 7.5.
Esta reforma no es buena ni mala. Es un poco mejor que mediocre, no sólo en su pretensión de captar recursos privados, sino también en realzar las condiciones precarias de Pemex y CFE. ¿Por qué salió así, si nuestra presidenta es evidentemente (al menos para la que escribe) una mujer inteligente y conocedora?
Su entorno político le dio 7.5 de maniobra.
Creo que ella sabe que México necesita un entorno más amable para el sector privado, pero también que la inversión en sí no resuelve las inequidades sociales.
Ha reconocido la profundidad de los problemas de CFE y Pemex al grado de buscar alianzas para éstos.
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