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¿Por qué confiamos en quienes mienten?

Tiempo de lectura: 4 minutos

(02 DE NOVIEMBRE 2022) Por Violeta Vázquez Rojas Maldonado. 

 

¿Por qué confiamos en quienes mienten?

 

Dice un filósofo y lingüista, H.P. Grice, que conversar es como arreglar con alguien la llanta de un coche: una actividad en la que las personas colaboran con un propósito común. El propósito puede ser distinto de una conversación a otra: algunas veces queremos intercambiar información, otras veces queremos convencer (o vencer) al otro, otras veces sólo queremos ser amables o estrechar una relación social. Hay conversaciones largas y conversaciones cortas, profundas y superficiales, pero todas tienen un propósito y se rigen por las reglas no escritas que llevan a cumplirlo.

Estas reglas son de una naturaleza singular: nadie las promulgó, ni surgieron de un acuerdo explícito, ni están asentadas en ningún texto primordial. Surgen de manera más o menos espontánea, por una mezcla de costumbre y de razón, que juntas hacen una combinación poderosísima: por la costumbre podemos predecir lo que espera el otro y por la razón seguimos el mismo camino que nos ha llevado antes a conseguir nuestros fines. Por eso Grice las llama “máximas” y no “reglas” ni “normas”, porque ni son inviolables ni hay sanción para quien las incumple. Son, simplemente, lo que los interlocutores saben que deben hacer si quieren que su conversación logre sus objetivos.

Grice organiza sus máximas en cuatro tipos. El primero de ellos tiene que ver con la calidad de lo que se dice: “no afirmes lo que crees que es falso” y “no afirmes aquello para lo que careces de evidencia”. Si estamos cambiando la llanta de un coche y te pido que me pases una llave de cruz, pone como ejemplo, espero que me pases una verdadera llave de cruz, y no una llave de cruz de hule, que no me sirve para apretar los birlos de la rueda. Aquello que afirmamos debe tener la calidad de ser verdadero, al menos, hasta donde sabemos.

El segundo tipo de máximas se relaciona con la cantidad de lo que se dice: “no des información de más, pero tampoco información de menos”. Es decir, de acuerdo con el propósito de la conversación, estamos compelidos a decir todo lo que es necesario decir y nada que no sea necesario decir. Las otras dos máximas tienen que ver con la relevancia (“no digas cosas que no vienen al caso en la conversación”) y con la manera de expresarse (“no hay que ser deliberadamente oscuros, abstrusos o elaborados”).

Como son máximas, y no leyes, si se incumplen no pasa nada grave y nadie es amonestado, pero sí pueden pasar dos cosas: la primera y más obvia es que el propósito de la comunicación no se cumple. Si yo quiero saber la hora y tú me dices un número al azar, sin consultar un reloj, no estás cooperando con el propósito de la conversación: dado que no tienes evidencia para lo que afirmas, yo no voy a creer en tu respuesta, y el objetivo de obtener información simplemente no se logra.

La segunda posible consecuencia es que alguien incumpla alguna o algunas de las máximas en un intercambio comunicativo, pero sin dejar de cooperar en la conversación. En ese caso, dice Grice, la máxima no se incumple, sino que se explota, y con ello se logran efectos como el sarcasmo (cuando alguien dice algo que evidentemente no cree, pero tampoco tiene la intención de que el otro lo crea), la ironía y otros juegos retóricos.

La intención de Grice de enunciar y clasificar estas máximas no es, desde luego, la de normar lo que debe y lo que no debe decirse, sino más bien la de describir los principios prácticos que rigen la conversación y distinguirlos, a ellos y a sus efectos, de los principios lógicos -digamos, “duros”- del razonamiento. Si se quebranta un principio lógico, la conversación simplemente no tiene sentido. Si se quebranta un principio práctico, el propósito de la comunicación es el que se malogra.

La línea que me interesa subrayar es esta idea de Grice de que la conversación es una actividad cooperativa y como tal, está guiada por principios que permiten conseguir un objetivo conjunto. Aunque Grice los pensaba como principios prácticos (y, de hecho, su estudio es el fundador de ese ámbito de la lingüística que llamamos pragmática), creo que bien se puede considerar que las máximas conversacionales constituyen (o se basan en) una ética del discurso.

Es un principio ético el no mentir, el no decir lo que no creemos verdadero, el no aseverar aquello para lo que no tenemos pruebas. Es un principio ético también el no engañar, el no dar información insuficiente que lleve a los demás a inferir algo que no es cierto (dicen que una verdad a medias es una mentira completa), el no manipular la conversación usando palabras abstrusas o ambiguas que confunden al interlocutor mientras nos hacen pasar por cultos y sofisticados cuando ni siquiera atinamos a ser entendidos.

Los principios éticos de la conversación cotidiana no tendrían que ser distintos de la ética del discurso público. Si violamos estos principios sistemáticamente en nuestras conversaciones privadas, habrá sanciones sociales: nuestros interlocutores dejarán de creernos si nos comportamos como mentirosos compulsivos. Y lo mismo debería pasar con nuestras conversaciones públicas. Es un misterio por qué los medios que mienten en cada nota, o que engañan con la mayoría de sus encabezados, siguen teniendo credibilidad en una buena parte de la sociedad.

Las mentiras de los medios corporativos, y de los opinadores que los replican, son, además, cada vez más inverosímiles: ni siquiera llegan a ser buenas ficciones. Afirmar, por ejemplo, que el presidente tiene nexos con el narco, sin presentar hasta ahora una sola pieza de evidencia, pasaría por absurdo de no ser porque quienes lo hacen confían en una buena fe inquebrantable: la que tenemos todos los seres racionales en que nuestros interlocutores están actuando cooperativamente, y suscriben la ética de la conversación. Mentir en los medios no es solamente violar un principio, sino abusar de la confianza de las audiencias. Al mismo tiempo, no podemos simplemente apostar a que esa confianza se acabe, porque el día que dejemos de creer en el principio de cooperación, se acabó para siempre la conversación pública.

Quienes usan los medios para mentir no están haciendo nada nuevo. Las fake news no son cosa de este siglo. Tal vez sólo son más notorias ahora porque también está más al alcance de todos la capacidad de desmentirlas, pero tampoco pongamos en ello tantas esperanzas. Seguiremos creyendo mentiras, no por tontos, ni por crédulos o desinformados, sino, paradójicamente, porque somos seres racionales que creemos que los demás actúan, igual que nosotros lo haríamos, en buena lid y con apego a la racionalidad.



Esta nota fue tomada de:https://elchamuco.com.mx/2022/11/02/por-que-confiamos-en-quienes-mienten/ , el notichairo solo difunde la verdad.

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