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Las espirales del fuego

Comienzo con una cita:

“La violencia socava los fundamentos de la democracia israelí; debe ser rechazada y condenada; debe ser contenida. Ese no es el camino para el Estado de Israel. La democracia es nuestro camino…”

“Esta manifestación debe mandar un mensaje al público israelí, a los judíos de mundo, a las multitudes en las tierras árabes y al mundo entero: que la Nación de Israel quiere la paz, apoya la paz.”

Estas son las palabras finales del discurso del Primer Ministro de Israel, Isaac Rabin, pronunciadas en la Plaza de la Municipalidad de Tel Aviv el 4 de noviembre de 1995, frente a una manifestación multitudinaria reunida para expresar apoyo al proceso de paz, que comenzaba a abrirse camino mediante los Acuerdos de Oslo, celebrados dos años antes en la capital de Noruega por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el Gobierno de Israel. Rabin ya había logrado un acuerdo de paz con Egipto, en 1975, y más tarde lo haría con Jordania en 1994.

Cincuenta años después de que la ONU declarara legal el despojo de más de la mitad del territorio Palestino reconociendo de inmediato al Estado Judío, no así el Palestino, los Acuerdos de Oslo reconocen la creación de un Gobierno en Cisjordania y la Franja de Gaza con algunas concesiones administrativas. La seguridad de las fronteras y zonas rurales, así como el control de todas carreteras en todo el territorio, quedaría a cargo de Israel. La “Autoridad Nacional Palestina” se haría responsable de algunas funciones como educación, salud, tributación y, parcialmente, de policía, por ejemplo. Nada de Derechos Humanos ni políticos. Nada de Estado Palestino. Un pueblo cercenado y cercado en su propia tierra.

Sin duda, es un acuerdo abusivo de por sí, ya que legitima una ocupación militar despiadada y brutal, iniciada en 1948 -incluso desde mucho antes-, y que dejaba a Palestina con menos de un cuarto de su territorio, además de fragmentado y con una reducida capacidad de gobierno.

Yasser Arafat reconocía la injusticia intrínseca de estos acuerdos. Quien condujo la resistencia popular armada desde Fatah en 1957 y la OLP en 1964 a convertirse en un actor político con gran respaldo internacional -discurso en la ONU incluido una década después-, decía que Oslo es el primer paso hacia la paz y la justicia, después de una lucha de medio siglo contra el apartheid despiadado que le ha sido impuesto a su pueblo.

Era lo más que el imperialismo colonialista permitiría, formalmente aliado del sionismo desde la Declaración de Balfour y el paulatino poblamiento de europeos judíos en Palestina, controlado por la corona inglesa y financiado por el barón y banquero inglés Lionel W. Rothschild, líder de la Federación Sionista de Gran Bretaña e Irlanda. Era lo más que se podía lograr frente a la oposición radical de Israel a toda concesión, haciendo gala de ser un soberbio e impune énclave europeo, con garantía de odio racial a la europea, en el corazón del mundo musulmán.

La firma de los Acuerdos fortaleció a los grupos que aceptaban la posibilidad de reconocer la vía de dos estados, aún de manera tan limitada, pero también radicalizó a las facciones extremistas que los consideraron una traición a sus respectivas causas, permeadas de odio racial y religioso. Para el radicalismo de cualquier signo, toda concesión, por mínima que sea, es capítulación.

Muchos palestinos consideraron inadmisbles las condiciones establecidas porque legitimaban prácticas violatorias de sus Derechos Humanos. Sabían de antaño que el sionismo incumple sus compromisos una y otra vez, y fueron abandonando a la OLP y, en muchos casos sumándose a las organizaciones más radicales. Fatah languideció como autoridad en Cisjordania, y Hamás, nacida en 1987, se consolidó en la Franja de Gaza con la generosa ayuda del extremismo sionista encabezado por Netanyahu.

Otra vuelta de tuerca

Unos minutos después de concluida aquella manifestación de 1995 que aplaudía una paz, cercada pero posible, el sionista radical Yigal Amir le disparó por la espalda a Isaac Rabin dándole muerte. Este es quizás el momento de quiebre definitivo de una solución negociada en Palestina. Los Acuerdos de Oslo murieron con Rabin, y la OLP, junto con su líder Yasser Arafat, agonizó políticamente durante varios años, hostigada y atacada de manera constante, mientras el mundo volteaba hacia otra parte. Ni el Premio Nobel, ni el Premio Príncipe de Asturias ni una resolución de la ONU impidieron que Arafat fuera arrestado en 2001 por el gobierno israelí. Al año siguiente las oficinas de la OLP fueron bombardeadas, lo que derivó en otra condena de las Naciones Unidas, ignorada como docenas de resoluciones, tanto de la Asamblea General como del Consejo de Seguridad.

La paz se alejó aún más de lo que había estado antes de Oslo y ha seguido escalando, silenciada y olvidada en el mundo, salvo en algunas ocasiones en que atestiguamos alguna otra barbarie, para volverse a silenciar de nuevo. Hasta ahora, quizás, cuando el mundo atestigua el exterminio de un pueblo entero en vivo y en directo.

Nunca más

Más allá de los pormenores históricos, es necesario hacer algunas puntualizaciones sobre lo que se entiende por sionismo y judaísmo. Se trata de una distinción importante, ya que como han acusado un sinfin de judíos antisionistas, el sionismo radical es una traición al judaísmo y condenar al gobierno Israelí no es antisemitismo. Para ellos, el sionismo es el peor enemigo del judaísmo. No por nada Albert Einstein y Hannah Arendt, quien militó en el sionismo, lo calificaron de criminal, luego de la masacre de Deir Yassim.

El sionismo radical, que ha dominado la vida de Israel desde aquel fatídico noviembre de 1995, ha equiparado la noción de judío a la condición de víctima universal de la violencia étnica y religiosa. De ahí a una superioridad moral que justifica cualquier acción, así sea atroz y despiadada contra un indefenso. Esa misma superioridad moral autoasumida, y concedida de manera general, normalizada socialmente, ha cancelado toda posibilidad de crítica, denuncia o condena de lo que ha representado para Palestina la ocupación sionista israelí.

No es, de ninguna manera, antijudío o antisemita oponerse a una ocupación militar sólo por el hecho de que sea realizada por un ejército que se ostenta, de manera espuria, como el portavoz y bandera de una víctima excepcional, la víctima original. Una víctima que no es aquella que clamó “Nunca Más” como grito de salvación de la humanidad y no sólo de sí misma. No habla ni actúa por aquella víctima que aún hoy sigue clamando “No En Nuestro Nombre”.

No es esa víctima de la Shoa que se levantó agónica del campo de concentración dejando atrás a su madre para ser arrestada hace unos días en Londres por manifestar su repudio al bombardeo de Gaza. Ella no regresó del martirio para construir el mayor campo de exterminio que haya existido jamás; no lo hizo para horrorizarle hasta el más mínimo aliento y cada parpadeo a cada niña, a cada madre, a cada adolescente, abuelo y padre palestino.

La necesidad geoestratégica del imperialismo occidental de contar con un Estado totalitario en Medio Oriente se construyó sobre la usurpación y la apropiación de la memoria de las víctimas del Holocausto, como prerrogativa de venganza y salvoconducto a la impunidad. Ha sido una triple traición: al pueblo palestino, al que desde 1917 se le prometió respetar sus derechos y hoy es masacrado, otra vez como tantas otras, pero a una escala sin precedentes.

Traición al judaísmo por trastocar una religión en ideología política colonialista, nacionalista y racista, idéntica en su frenesí de sangre y venganza al integrismo islámico más extremo, y con idéntico propósito: la guerra santificada. Una guerra no contra el enemigo del Holocausto, que aún no se enfría, sino contra un enemigo de dimensión bíblica. De ahí la perorata apocalíptica de los líderes políticos y militares de Israel y su amenaza nuclear, envidia del Emir Talibán más aguerrido.

Los tres “pueblos del Libro” han dado a luz a sus demonios; a cada uno y entre todos toca combatirlos. Los mejores de cada cual han enseñado que la tierra prometida es para todos y entre todos o no será. Por eso, también el sionismo traiciona a cada víctima judía del mundo, por actuar en su nombre de manera despiada y atroz contra un pueblo inerme, durante tanto tiempo; por convertir la Shoa judía en la Nabka palestina y hacerlo en nombre del judaísmo.

Esta guerra de ocupación y exterminio ha durado cuando menos 75 años si la consideramos iniciada en 1948, con el reconocimiento internacional a Israel y el despojo y desplazamiento de millones de palestinos, o más de cien, si la revisamos desde 1917, cuando Inglaterra ocupó militarmente Palestina y otros territorios e impuso un régimen de terror abriendo la puerta al poblamiento europeo judío, o aun más si nos vamos a 1882, después del primer congreso internacional sionista, cuando comienzan a organizarse las primeras oleadas masivas de colonos a una “tierra sin pueblo”.

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